Crónica

El día que no practiqué esquí acuático

S.A. / MADRID

Eran horas intempestivas para un sábado, pero me tocó levantarme y madrugar. Al asomarme a la ventana, me di cuenta de que aún era de noche y que había llovido, pero no me quedaba otra que ducharme, vestirme y conducir una hora, desde Madrid hasta Los Ángeles de San Rafael. Allí había quedado con mi monitor de esquí acuático, Luis, quien por teléfono me había explicado que la temprana práctica de este deporte se debe a que el viento térmico aún no se ha levantado y las aguas, todavía, reposan en calma. Él era el experto y tenía que creerle.

Una vez allí, aún con legañas en los ojos, me presentaron a mis compañeros de aventura y comenzó la odisea. Primero me dieron el equipo: que si un par de esquís, un chaleco salvavidas, casco, un traje de neopreno y guantes. Pero todo eso no fue suficiente ni para evitar acercarme a un estado de congelación, (ahora se lo que es estar en la nieve sin ropa…) ni para impedir que tantas medidas de seguridad sacaran mis nervios a relucir.

Para quienes no lo sepan, el
esquí acuático (vídeo 2 min.) es un deporte que consiste en deslizarse sobre unos esquís por el agua mediante el arrastre de una embarcación. En definitiva, una mezcla de surf y de esquí solo para alocados, como yo.

Pues allí estaba. En tierra, vestida de profesional de ese deporte, esperando ansiosa escuchar aquello que iban a intentar enseñarme.

La clase comenzó con una pequeña introducción teórica, donde nos explicaron los movimientos y las posturas que debíamos poner y las medidas de seguridad necesarias, tras ello realizamos un simulacro práctico de ejercicios en tierra. La cosa no parecía difícil. Nos explicaron varias instrucciones como que los esquís y las rodillas debían estar separadas 30 cm, la cadera sin doblar y las rodillas flexionadas para evitar la posición de sentado, los brazos estirados y los codos arqueados hacia fuera, la cabeza erguida y la mirada siempre hacia el frente, los hombros paralelos a la línea horizontal del agua… Pero ahora venía lo peor, zambullirme en el agua y poner en práctica todas aquellas indicaciones que sobre tierra firme parecían sencillas.

Y, por fin, llego el momento: me lancé al agua. Comenzaban quince minutos de risas y sufrimientos. Todo lo que instantes antes me había parecido fácil era imposible de llevar a cabo, pero imposible de verdad. La lancha tiraba de mí, yo intentaba hacer lo que mis monitores me habían dicho pero mi cuerpo no se levantaba del agua por mucho que lo intentase. Entonces recordé una de las primeras frases que oí cuando empezó la clase teórica: “este deporte requiere fuerza física, técnica y reflejos”. Lo tuve claro, no tenía ninguna de esas destrezas.

Mi día de esquí acuático había acabado. Me quité mi equipo de profesional, me duché con agua caliente, me cambié, pagué, me despedí y me fui. Una hora de coche pero mi camita caliente me esperaba. Otra vez será.